Jorge sentado en la escalera

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Lugar: MÓSTOLES, MADRID, Spain

sábado, enero 28, 2006

Retrato

(fragmento inicial del relato, publicado en 'Textos de mentira')

A menudo se piensa que esas farolas encendidas son como agujeros en la calle a oscuras en los que algunas personas insisten en refugiarse como si fueran islas donde esperar a que vengan a buscarlas. Generalmente caminan despacio por estos agujeros hasta cruzarlos y adentrarse de nuevo en la zona de más oscuridad; allí aceleran el paso para llegar a la siguiente isla, con la excusa de que van a perder el tren y tienen que entrar a trabajar. Gloria, apoyada en la pared sin moverse, imaginaba aquel espacio de luz como el que recorren las ondas que se forman en el agua al dejar caer una piedra en el estanque. Apoyada en la pared, recibía las vibraciones de aquellas ondas en su cuerpo como si se trataran de las olas que se extinguen en la arena de la playa. El ruido de un motor acercándose cayó en aquel espacio de luz y esperó que fuese por fin la furgoneta, que ya se retrasaba. No es que deseara que viniese. Eso ya era indiferente que lo deseara o no, una posibilidad inalcanzable de elección. No era el deseo quien esperaba sino la amenaza de las consecuencias de escapar y desaparecer, cirniéndose sobre cualquier deseo posible. No podía desaparecer, aunque deseara no haber aparecido nunca. Tenía que esperar y desear tan sólo que aquel ruido fuera la furgoneta porque hacía frío y tenía hambre y ya estaba ccansada de esperar. Se movió unos pasos para refugiarse en la zona de penumbra que acababa extinguiéndose en la oscuridad, de forma que sólo pudiera verla quien se detuviese expresamente a buscarla, quien supiera que ella estaba allí, sólo los de la furgoneta. Un coche viejo y destartalado tomó la curva a velocidad, las luces de freno se encendieron por un segundo, y desapareció calle abajo. Gloria salió de la penumbra y regresó a la pared; allí apoyó de nuevo la espalda y el pie y, con las manos en los bolsillos del vaquero, continuó esperando.

En la esquina de la calle había un buzón de Correos. Le gustaría tener alguien a quien escribir, aunque no iba a saber qué decirle. Había, en realidad, tantas cosas por explicar que no sabía cómo explicar algunas sin las otras. Todo era como un gran océano desordenado en el que la vida adoptaba infinitas formas y muchas de ellas eran irreconocibles. Su cabeza era como un océano y ahora se encontraba en la playa, recibiendo las olas del mar en la playa. con un amigo al que escribir hubiera podido imaginar que los dos estaban abrazados en la playa y que la subida de la marea les había sorprendido. Quizás, incluso, con un amigo ella no estaría en este lugar.

No tenía reloj, pero la furgoneta debía pasar a recogerla a las once en punto, después de dejarla en casa de aquel hombre a las nueve. Aquel hombre le había ofrecido antes un café y unas madalenas. Era como todos, eso sí. Pero nunca le habían dado de merendar. No obstante, Gloria había salido casi a las diez y media de la casa y después se había entretenido con algún escaparate de camino al buzón, pero estaba segura de no haber llegado tarde. Además, la furgoneta hubiera esperado, aunque fuese escondida en algún sitio para vigilar sin ser vista.

Hay personas que piensan cosas por el estilo: que si te mojas encojes, que las zanahorias son buenas para la vista o cosas parecidas. Gloria comenzó a pensar que eran tantas las olas que mojaban su cuerpo, que comenzaba a sentirse una reluciente estatua de sal de mar. La sal de mar no se diluye en el agua, por lo que no había por qué temer la lluvia o cualquier otra cosa que pudiera diluirla, haciéndola desaparecer. El buzón en la esquina y ella en la pared comenzaban a ser objetos condenados a permanecer allí, bajo la luz de la farola, sin ser escuchados ni atendidos por nadie. Objetos de la calle.

Algo que se había detenido a ver era una esfera de cristal en una tienda de antigüedades. Podía tener el tamaño del estómago de Gloria y era lisa y perfecta, transparente cuando la luz del sol no incidía directamente sobre su superficie y con unos colores que Gloria nunca había visto, tenues y perennes (tímidos) cuando la luz se entremetía por el interior de la esfera como si se conocieran de siemprey celebraran alguna fiesta o jugaran a buscar colores comunicándose por medio de un lenguaje inalcanzable, una red de entendimiento y de paz lejanos; tan lejanos que acaso únicamente en los sueños, en la imaginación, o en cualquier otro lugar apartado.

Hace un rato había pensado en volver, pero la tienda estaría ya cerrada, de hecho estaban recogiendo todo cuando ella se detuvo y tampoco quería arriesgarse a que viniera la furgoneta y no la encontrase. Sin sacarlas de los bolsillos deslizó lentamente sus manos, con las palmas abiertas y hacia abajo, por los muslos de sus piernas, hasta que formaron un puente sobre su sexo. Las apoyó sobre él y sintió el tejido de los bolsillos rozando el vello púbico que ocultaba su odio, ¿su odio?, y permaneció un momento así, sin continuar bajando hacia la vulva, hacia ese agujero en la noche que aún retenía organismos ajenos, manteniendo sólo las manos en la superficie. Sus ojos miraban el buzón y ella pensaba en la esfera de cristal imaginándose convertida en una estatua de sal, con un océano en la cabeza en el que habitaban infinitas formas de vida y muchas cosas que explicar sin tener a quién, pequeñas islas perdidas en el océano, en una inmensidad en la que era mejor no pensar.

sábado, enero 07, 2006

Alma blanca

(fragmento inicial del relato, publicado en la revista El celador)
El aire lo degenera todo. Hace que las cosas se degraden poco a poco, sin apenas sentirlo. Un día se corrompen y no queda atisbo de lo que fueron. Es así. El día en que metieron a Irene en nuestra clase, no lo sabía aún. Pero, es así. Es el aire que respiramos lo que nos echa a perder. Se incorporaba un mes tarde y todos trataban de ayudarla a ponerse al día. Sabiendo que sólo querían seducirla, ella les despachaba y se unía a las demás. No había muchas clases que recuperar, pero ella parecía saberlo todo. La misma tarde que vino, el tiempo se estropeó y cayó la primera lluvia del invierno. La lluvia que delataba el verdadero comienzo del curso, que presagiaba el abrigo, la bufanda, las tardes frías en casa y los zapatos embarrados. Esa tarde llegué calado hasta el tuétano y mi madre me llevó enseguida al baño para que no manchara nada y me secase enseguida antes de coger una pulmonía. Después ya vinieron la merienda y los deberes en mi habitación y, con los deberes, llegó mi padre, también chorreando. Me puse con los de Lengua porque si me pillaban escribiendo podría decir que era una redacción para el día siguiente. Me desahogaba escribiendo una supuesta carta a Irene; una carta estúpida que no iba a entregar porque, en el fondo, soy cobarde. No me amilano para dar la cara, pero para expresarme, para contar lo que siento, soy cobarde y lo escondo. En una ocasión, Armando y yo discutimos por una jugada mía en un partido que echamos en el recreo. Acabamos peleándonos y, al día siguiente, quise decirle que aquello no iba a ningún lado. Pelearnos apenas empezar las clases, después de no vernos en todo el verano, no merecía la pena. Menos aún porque le podía y no me gustaba zurrar a un amigo. Nunca nos habíamos peleado y, al fin y al cabo, aquel día íbamos en el mismo equipo. Hubiera deseado acercarme y decirle: venga, tío, olvidémoslo todo. Y no fui capaz. Tuve que zurrarle para no quedar mal. Pensaba que haría el ridículo o que se reirían de mí. No hay nada peor que eso; nada peor a ser el hazmerreír de todo el grupo. Luego estás jugando un partido y sus voces y sus risas te hacen no dar pie y hacer aún más el cantinflas y dejan de fijarse en ti. Escribiendo, al menos, saco un poco lo que llevo dentro y es algo que no va a ningún lado, nadie lo lee y todo se queda para uno, aunque bien le hubiese dicho cuatro palabras a esa pretenciosa. Cuando me ha gustado una tía, he jugado a imaginarme invisible para poder entrar a su habitación a hablarle. Me hacía sentirme escuchado. Y sentirme parte de algo. Pero esa tarde no era así, necesitaba soltar las riendas de mi aversión y escribí hasta la hora de la cena. A esa hora, me senté a la mesa y me enganché al televisor. Mi padre veía las noticias: seguían buscando a la chica que llevaba tres días desaparecida. Seguro que, harta de sus padres, se habría fugado con cualquiera, pero seguían buscándola como si de verdad pudiesen encontrarla. No tenían pistas sobre su paradero y, hasta el momento, sólo rastreaban la zona hasta con perros. Eso era todo, varios días sólo con eso: buscando.

La llegada

(fragmento final del relato, publicado en 'Textos de mentira')
Debería levantarme del suelo, no continuar arrastrándome desesperado por moverme sin perder un segundo y buscar dónde resguardarme, encontrar fuerzas primero para llegar, alcanzar algo muy próximo a lo que hubiera deseado, pero lejos, muy lejos, de lo que realmente deseaba. Sin llegar a ningún sitio concreto esperando la llegada de los perros furiosos que me hacen huir; quizá fuera mejor esperar esta llegada que no esperar ya nada (ni llegar yo como llegan los perros rabiosos aun remanso tranquilo). Ahora está siempre en la memoria aquello que no se olvida y lejos, muy lejos, de llegar a la tierra de mis deseos, mi espacio propio, la tierra donde había estado mi ilusión cuando yo era pequeño y donde yo quería que regresara pronto llevándome con ella, estará en la memoria la huída desencadenada, la necesidad de huir incesantemente, buscando, quizá, una llegada definitiva a aquella tierra donde un día estuvo mi ilusión, mi ilusión ya muerta sin haberme llevado con ella a sitio alguno (no sé si hubiera querido). La necesidad de huir como de comer, una cama donde dormir, encontrar un lugar, levantarme de verdad del suelo y tratar de llegar a las rocas hasta que deje de llover. Un día. Un sólo momento.