Jorge sentado en la escalera

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Lugar: MÓSTOLES, MADRID, Spain

miércoles, noviembre 29, 2006

Roto silencio

(Apunte. Jul.'01).
Temprano, a la hora en que las primeras hornadas de pan del día se colocaba en las cestas y se metía en la furgoneta para el reparto, los mozos del puerto preparaban todo para los primeros viajes por el río; la tripulación se encontraba lista para zarpar y los viajeros –pocos a esas horas- habían adquirido su billete y subían en silencio con su carga, la mirada olvidada en el vacío de la inexpresión, eludiando cruzarse con nada. Preferían esa hora, acaso buscando una intimidad lo menos compartida posible; a medida que ascendía el sol, aumentaba la concurrencia al puerto y, a menudo, había que esperar cuarenta minutos al siguiente viaje. Temprano resultaba más entrañable, una despedida algo oculta a la claridad del día y a cualquier vislumbre de trivialidad, a espaldas del transcurso del tiempo, pesado como una losa sobre el pesar. Así, el entierro se transcribía a un paréntesis en el que sincerarse hasta dejar hueca la mente como un molde. Esa oquedad dejaba el mundo reducido a cenizas frente a la elementalidad de la vida.
Cercana la hora de la zarpa, la sirena del barco emitió su primer aviso a los pasajeros en tierra, extinguiéndose pronto su lamento en el aire. Todos se encontraban a bordo, pero el capitán cumplía el procedimiento; no olvidaba su sueño de surcar las aguas saladas con otros cometidos que aquel de llevar a los familiares con las tinajas de sus muertos para arrojar las cenizas al río. Soñaba en medio de su realidad: la barcaza estaba a punto de salir del muelle. El muelle nunca había dejado de quejarse al paso de los operarios y de las tinajas. Al pasear de noche por el muelle, cesada ya la actividad y amarradas a puerto las barcazas, la sensación de que las tablas dudaban entre quejarse o respetar el silencio de los muertos, invadía con un escalofrío el cuerpo. Dudaban y se quejaban. Un quejido diferente que filtrándose cada vez más amargo y más persistente; persistía más cruel, más cruel que el deber de partir en la barcaza para esparcir las cenizas al río. ¿Y si fueran mis cenizas o las cenizas de un ser amado con el corazón?. En el fondo, moría una parte del propio pasado al entregar las cenizas.
El segundo toque de sirena fue definitivo y la tripulación se puso en movimiento. Retiraban las amarras y comenzaban a levar anclas cuando la vieja irrumpió en el muelle. Todos los movimientos de la tripulación se detuvieron en seco a una voz del capitán. Sofocada y todo, la vieja aún podía gritar. Su carrera era torpe. ‘¡Paren!. Paren. Deténganse. Paren. Esperen. Esperen’. Cada palabra como un paso; un logro que la acercaba al muelle sin que el barco se inmutara sino en su balanceo en las aguas calmas, dudando si acercarse a la vieja de luto. Guardaba la tinaja en el nicho de sus brazos igual que si cobijara un recién nacido al que no podía despertar. No alcanzaba a distinguirse más que las sombras de la tinaja. Todos esperaron. Un tripulante la espetó a que se tranquilizase, el barco no zarparía sin ella. Ella redujo su carrera a pasos cortos y rápidos. Las tablas no crujieron. Cuando alcanzó la nave, el mismo tripulante le ayudó a subir. Hizo una señal con los brazos al capitán y se emprendieron las operaciones de separación del muelle, la proa buscó el horizonte hacia el que emprender el recorrido y pronto la barcaza enfrentó el cauce y se dispuso a seguir la corriente.Una vez más calmada, el tripulante se marchó a continuar sus labores y la vieja se quedó sola, asomada a la quilla y contemplando el trecho de río aún por recorrer, en tanto recuperaba el resto del resuello. Las aguas parecían tranquilas y el momento guardaba un perfil de sosiego y belleza que le trajo la memoria de Luca, ahora en el cobijo de sus brazos, que le mantenían cerca de su cuerpo y no lo soltaban. Era mayor ya para llorar, así que no debía hacerlo. En sus primeros encuentros él se lo dijo: “serías incapaz de soltar una lágrima aunque algo se te metiera en el ojo. No sabes llorar”. Eso le dolió. Entonces eran muy jovenes. Los dos estudiaban pintura en la misma academia y él era el centro de todas porque era italiano y su acento enloquecía cuando bromeaba o piropeaba a cualquiera. Siempre daba ánimos y se apuntaba a todas las salidas del grupo. A los dos años se marchó a su país. Al parecer, su padre había enfermado y no había perspectivas de que fuese a mejorar. Para entonces, los dos habían compartido momentos cargados de significado, sin llegar a declararse sentimientos que pudieran colmarles de felicidad hasta la asfixia ni arrojarles a un pozo de lágrimas en el que quedar atrapados. Y cuando él se marchó, ella siguió sus estudios, que ya no la permitieron muchas salidas con amigos que la acercasen a relaciones que rozaran la intimidad. Todo se veía ya desde otra perspectiva. Nos parece que los pasos son siempre los mismos y no llevan nunca sentido alguno y carecen de propósito. Sin embargo, cada paso es una alteración del anterior y desde el barco su vida le pareció un sinfín de cambios entrelazados para dotar de significado su existencia. Luca regresó hace tres años y la encontró en casa. En la misma casa de siempre.