Jorge sentado en la escalera

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sábado, abril 29, 2006

Mi dulce ilusión

(Fragmento del cuento inicial del libro 'Cuentos a mi padre ausente')

Le hubiese gustado saber qué deseaba en realidad para poder encontrarlo y ofrecérselo, para que todo volviese a ser como antes y él no continuase mirando por la ventana, de pie y con la luz apagada, todos los días de luna. Antes, le llevaban a la cama y le besaban la frente como si fuese a sumirse el tiempo en un letargo tras el cual ellos volverían a estar allí, esperándole con una sonrisa y los brazos buscando darle calor a la luz de la mañana por las ventanas abiertas de par en par, calzando sus pies calientes, avisándole para el desayuno y preparando su ropa del día. No es que hubiese desaparecido todo, si no que ahora las noches eran esperadas con una inquietud molesta que borraba la sonrisa. Su madre le disculpaba; no es que él se sintiese triste, no es que Sergio hubiese hecho algo de lo que arrepentirse, no era algo concreto, sólo el tiempo, sólo eso; el tiempo que nos trae y nos lleva como el mar la vida y aquello que su seno acoge o desecha. En el fondo, no había de qué preocuparse, aunque cada noche de luna, después de ella acostarle en la cama y marcharse a su habitación, él se levantase a escondidas y se acercase a la puerta de la cocina lo suficiente para asomarse y ver a su padre apostado en la ventana, contemplando la luna. Ya apenas había palabras con él, que ni le prestaba atención aunque trajese muy buenas noticias del colegio, como que le habían preguntado y había sabido responder o que había dado su desayuno a uno que lo había perdido y que siempre andaba un poco desastroso y apartado de los demás o que le habían enseñado cómo reciclar la basura en cada cubo. Era como si el mar se lo llevase todo. A veces iba con la pandilla por los acantilados y bajaban a la cala a jugar con cuidado para no llegar empapados a casa. Había ratos en que se quedaba mirando las olas desde una roca y preguntándose si, en realidad, el mar tenía vida o no era todo más que cuentos de su madre. Los marineros se perdían en el mar, eso decían, que el mar se los tragaba, nadie sabía bien por qué. Todos se lo preguntaban (por qué) y nadie decía palabra. Nadie sabía o quien sabía callaba. Era igual, cada vez menos palabras entre ellos y cada vez más distancia. Sólo a ratos volvía a ser el mismo, unos momentitos que Sergio siempre alargaba hasta que ella le pedía que dejara descansar a su padre y su padre le pedía que obedeciese a su madre. Luego, luego, seguirían. Ahí acababa todo. Luego el tiempo se llevaba el momento, lo engullía quien sabe para devolverlo cuándo.