Jorge sentado en la escalera

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viernes, abril 14, 2006

El jardín imposible

(Fragmento de la novela Camino del mar)
La caminata se hizo lenta y pesada. Poco antes de llegar, las plañideras escondieron su llanto quejumbroso en un pañuelo. Durante el sepelio guardaron silencio, como si las palabras fueran ecos de voces en el cielo y estas voces hablaran en un susurro como de presagio traído por el viento que antecede a la tormenta. Fue después, a partir del ferétro bajando, del sonido de las cuerdas en la caja y de la tierra volviendo a su lugar, acogiendo en su seno oscuro el cuerpo y todo lo que significaba el cuerpo de la señorita Julia, cuando las plañideras comenzaron su llanto progresivo. Una lágrima más seguida de la anterior y dejando un rastro fácil y visible a seguir por la siguiente, y la siguiente cada vez con más y más prisa y más seguida, hasta que la hilera de lágrimas no dejara un instante al aire su rastro y el ruido de lamento al arrastrarse por la piel se hiciera paulatinamente más insoportable, como el chirrido de visagras de una puerta abriéndose y cerrándose de contínuo. Alguien entrando y saliendo, abriendo y cerrando. Santiago dejó escapar una lágrima llevado por la emoción y por un atisbo de dolor, pero secó rápido su rastro con la manga del abrigo antes de que alguien se diera cuenta.
Todo el camino de vuelta buscó a Victoria con la mirada y no la encontró entre la gente. Al llegar al cruce de caminos las plañideras y algunos del pueblo se quedaron allí para continuar su llanto, dar cuenta de las viandas de los cestos y despedir al alma de la difunta con oraciones al retablo. Carla y su madre caminaban unos pasos por delante, sin hablar. Carla se separó y fue hacia Victoria, a la que Santiago sólo pudo ver cuando, para encontrarse con Carla, salió del círculo de mayores que la coultaba. Las dos cuchichearon y sonrieron; Santiago se mantenía serio como el párroco porque era un entierro, pero ellas sonreían y hablaban como si fuera un día más y estuvieran en la plaza o en el cerro. Al acabar se acercaron a Santiago, aún junto a su padre, y Victoria le susurró sin acercarse al oído: 'eres un llorica; un llorica y un cobarde'. Y se miraron. Carla reía. 'Ni una palabra, le da igual', prosiguió. 'Me marcho Carla, ya nos veremos'. Y se marchó. El padre de Santiago continuaba mudo y absorto en todo aquello que le separaba de lo que no quería intuir, escuchar, percibir, ver ni sentir.
Aquella noche Santiago no lloró; se acercó en sueños a casa de Victoria y siseó bajo su ventana. Ella le esperaba. Sin encender ninguna luz, Victoria se deslizó por las paredes y se acercó a Santiago para besarle en la mejilla. Cogidos de la mano pasearon por el camino hasta llegar a la encrucijada. Allí se escondieron entre unos arbustos desde los que divisar el cruce. Cuando Victoria estaba a punto de besarle se escucharon unos pasos arrastrándose por el camino. Por los gemidos parecía una procesión como la del entierro. 'Vamos más cerca. No, Victoria, escóndete. Vamos, cobardica, no volverás a ver esto'. Y se marchó. Santiago quiso impedirlo, pero Victoria se acercaba a la cruz. Una hilera de llamas suspendidas en el aire aparecieron por el recodo del camino envueltas en una niebla translúcida igual a un vestido de seda blanco. Al llegar a la cruz no se detuvieron, sino que Victoria cada vez más cerca, más inmóvil sin apartar la mirada, sólo un paso más para ver mejor, sin una palabra, sino los pasos en la tierra y los gemidos en el aire haciendo bailar las llamas, que iban y venían oscilando en el pabilo de los cirios, alargándose al cielo como los cipreses y abrasando la cera a su alrededor, iluminando los ojos de Victoria sin apartarse, sin disimular, sin correr a esconderse, sin huir, sin ningún temor, sin miedo a esa paz vestida de blanco cruzando por su camino salmodiando palabras ininteligibles; tan cerca que un alma pudiera aproximarse a ella sin separarse apenas de las demás, como para susurrarle un beso en la oreja, sólo que entregándole un cirio que ella, absorta, tomó en sus manos, abrazó entre sus pálidos dedos con la ilusión de un sentimiento nuevo que la hacía olvidar y dejar de ser todo lo que hasta entonces había sido, para sentir el movimiento de sus pasos arrastrándose en procesión por el camino que llevaba la Santa Comparsa, más allá del punto donde agonizó la mirada incrédula de Santiago, en los últimos vestigios de una neblina blanca que se disipó en muy poco tiempo, oscureciéndose. Cuando la mirada retornó de aquel punto se escondió en el silencio y fingió no haber regresado aún. Los párpados se cerraron bajo el sopor del sueño y un vacío negro como las entrañas de un pozo sin fondo tensó los músculos hasta adormecerlos por el frío.