Jorge sentado en la escalera

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viernes, diciembre 30, 2005

Nuestra canción

(fragmento inicial del relato, publicado en 'Textos de mentira')

Parece que nadie haya entrado en el salón estos meses. He vuelto a echar una mirada atrás en el espacio, este espacio antes habitado, y me he sentado a escribir antes de ir a buscar al niño, pensando que, de esta forma y fuera del salón, la realidad tomaría de nuevo el control de las cosas. Quizá lo único que logre sea viajar inútilmente por una memoria tergiversada, sin que el tiempo logre imponerse. Ahora pienso en el salón como algo distante de lo que resulta imposible deshacerse; algo como el sol, las estrellas, los sueños, la conciencia y los recuerdos. Un péndulo sobre la mesa de trabajo de nuestro padre evocaba la inutilidad del tiempo para deshacerse de algunos espacios. La primera vez que yo utilicé el tiempo para olvidar el espacio de esta casa estuve dos días en un lugar desconocido recordando cada detalle que hacía de ella mi hogar, aunque yo no lo deseara, y dejando que la nostalgia acabase obligándome a regresar mostrando la derrota de quien, reconociéndola, no la acepta en su interior, por miedo a reconocer la falsedad real de algunos desafectos familiares de la adolescencia. Aquel día nuestro padre sí estaba en el salón, sentado a su mesa, trabajando, y me preguntó la razón de mi fuga, ojeando sus papeles, y yo permanecí callada escuchando el compás del péndulo, imaginando, durante todo ese tiempo, que el péndulo acabaría haciendo desaparecer el espacio y, entonces, yo no tendría que dar explicaciones porque él no esperaría tanto mi respuesta. Después de nada me mandó a mi habitación y, como el duelo de un funeral la marcha fúnebre, mis pasos por el salón acompasaron la cadencia del péndulo, una barra vertical cuyo extremo superior acabado en una esfera de metal se movía sin cesar a izquierda y derecha, incluso habiendo llegado ya a mi habitación y cerrado la puerta tras de mí y mis ojos todo lo más que pude. Mi habitación está al fondo del pasillo y no es más que un cuarto estrecho con una cama, un armario, una mesa y una silla, pero, cuando era pequeña, me parecía un salón más de la casa y estaba convencida que, de mayor, viviría en esa habitación aunque derrumbaran el resto de la casa. Ahora queda alguna muñeca y el mobiliario de entonces -como en el resto de la casa y el salón- y la certeza de que la mía continúa siendo la estancia más pequeña. En la radio acaban de poner una canción de cuando salía con Javier, pero no he podido acabar de escucharla porque han encontrado entre escombros el cuerpo de otra chica en un descampado y han interrumpido nuestra canción para dar enseguida los primeros datos, que después no varían demasiado en su contenido principal, en lo más importante, que es su muerte, y su irrupción. La he apagado porque prefiero no escuchar esas noticias y es hora de ir a buscar al niño: ya son las cinco y cuarto. Mis piernas están más estropeadas desde que le tuve. A veces las acaricio al estirarme las medias, no sé si para tomar contacto de su existencia o para rememorar algún tipo de deseo que sólo logro sentir y no identificar. Quizá carezca de sentido pensar en eso ahora, pero supongo que a esta edad comienzan a cruzarse sin remedio cosas así, porque parece la edad en que más se desea sentir el cuerpo, tal vez presagiando más cercano el declive de una belleza adolescente, como todas las sensaciones del salón y de esta casa en la que ya nadie vive y en la que no pueden ocultarse más silencios ni más palabras en soledad que las mías de estos meses.